martes, octubre 19, 2010

[AR] DISCURSO DE ANGLADA QUE HIZO EL SÁBADO EN EL ACTO DEL FORO ARBIL.



DISCURSO DE ANGLADA QUE HIZO EL SÁBADO EN EL ACTO DEL FORO ARBIL.
 
EL PELIGRO DEL ISLAM PARA OCCIDENTE: ASPECTOS POLÍTICOS
 
 
El peligro del Islam para Occidente es un título aparentemente claro que, sin embargo, presenta algunas ambigüedades que es necesario aclarar para evitar la neutralización de la sana combatividad que transmite.
 
La principal causa de la ambigüedad reside en el término “Occidente” que es geográfico en la superficie, pero cultural en el fondo.
 
Y es que por Occidente se puede entender la civilización cristiana asentada en las tierras de Europa y, más ampliamente de Occidente.
 
Pero hoy es más habitual concebirlo como el sistema ideológico que predomina en las naciones “occidentales” y que es precisamente el que las ha dejado inermes ante el Islam, de modo que éste constituye hoy una verdadera amenaza.
 
Ese sistema es la ideología del liberalismo que, regido hoy por los Estados Unidos (el Occidente del Occidente) y seguido por Europa, tiene su antecedente remoto en las contiendas entre las facciones cristianas que se formaron a partir de la reforma protestante del siglo XVI.
Del agotamiento que produjeron esos conflictos entre cristianos, y del deseo de alcanzar la paz, surgió el conglomerado conceptual de los derechos humanos y la libertad religiosa, que tuvo excepcional acogida y difusión en el s. XVIII.
 
Bajo su inspiración se constituyó la nación norteamericana que, desde la segunda guerra mundial a esta parte, se ha convertido en su principal valedor.
 
Ese constructo ideológico, pensado en origen para fundar teóricamente la convivencia entre la religión católica y las diversas sectas protestantes, presuponía, más o menos explícitamente, unos principios morales y de religiosidad comunes.
 
Pero luego evolucionó hacia formas cada vez más radicales de liberalismo, de modo que, primero, pasó a mantener como derecho individual el de practicar públicamente la religión de su preferencia, para acabar en el laicismo más extremo que recluye la religión al ámbito individual y privado, sin percatarse de que con ello destruía la identidad cultural de occidente.
 
Las declaraciones universales de derechos y las constituciones de los países occidentales, que son la vertiente jurídica de la ideología liberal, han ido adquiriendo un tono cada vez más utópico y alejado de la realidad social y política.
 
Y así, aunque desde el fin de la II Guerra Mundial se ha vivido de derecho en un régimen de libertad religiosa, hasta hace bien poco, de hecho, se trataba de otro no muy alejado del de simple tolerancia, en la cual la forma de cristianismo predominante en cada país permitía la existencia y difusión de otras formas de culto.
Hoy, la invasión mahometana ha puesto a prueba la especulación ideológica de los derechos humanos, al poner de manifiesto que su vertiente jurídica es incapaz de salvaguardar la convivencia de las religiones cristianas que, en principio, deseaba proteger.
 
Las confesiones contienen, todas ellas, implicaciones políticas, en cuanto señalan cómo deben ser las relaciones entre los hombres y cuál es el tipo de sociedad que consideran más perfecta.
 
Pero la religiosidad cristiana es interior; consiste primariamente en la sumisión espiritual a la voluntad divina y, podríamos decir, que sus preceptos sólo secundariamente se refieren a la organización política, de modo que no permiten cualquier acción que beneficie la conservación y expansión de la sociedad cristiana.
 
De ahí que, según las circunstancias, admitan la posibilidad de vivir pacíficamente dentro de un régimen de tolerancia o, incluso, de sumisión a poderes hostiles.
 
 
En cambio la “religión islámica”, a diferencia del cristianismo, no es una religión espiritual que prometa la salvación por una conversión interior de la conciencia, sino que la promete a quienes se sometan a una sociedad terrena -la Umma- con pretensiones de expansión universal.
 
Sus preceptos se refieran fundamentalmente a acciones externas que fortalecen la unidad, la conservación y la expansión de esa sociedad mahometana.
 
Para ese fin, no parece existir límite algunos en las leyes inspiradas en el Corán, las cuales permiten desde los más primitivos y brutales castigos a quienes perjudiquen el orden interior, hasta el uso de cualquier procedimiento, por taimado o violento que sea, en orden a su expansión exterior.
 
En otras palabras, el islam no es que tenga implicaciones sobre el orden político y social, sino que se identifica con la pertenencia y sometimiento absoluto a una organización política cuyas autoridades se identifican con las autoridades religiosas.
 
Si, por lo general, el mahometanismo es considerado primordialmente una religión, no sería menos verdad tenerlo por un sistema político que emplea el discurso religioso para fortificar los lazos de unidad y dependencia entre los miembros de la sociedad.
 
Hay de hecho algunos teóricos que, dada la ausencia casi completa de una teología y de una espiritualidad islámica, dudan que se le pueda llamar estrictamente hablando una religión.
 
La invasión islámica ha sacado a la luz las profundas deficiencias del marco ideológico y jurídico de los derechos humanos que propugnan el derecho indiscriminado de las personas a la libertad de cultos.
 
Aunque sus actitudes sean diferentes, los gobernantes socialistas y liberales, por atenerse a la concepción individualista de los derechos humanos, o no se han sentido obligados a actuar contra la marea musulmana o no han hallado en esos derechos argumento alguno para contenerla.
 
Los izquierdistas han acogido a los musulmanes como aliados en su deseo de debilitar el cristianismo -la superestructura- en nuestra sociedad.
 
Los liberales, en parte por temor y, en parte, por su profunda adhesión a la libertad religiosa en su sentido individualista, no han visto manera de oponerse a un totalitarismo político como el del islam, que se camufla bajo la piel de un credo religioso.
 
De hecho, tanto unos como otros, sólo se han preocupado de enmascarar el problema con fingidos optimismos, primero, alentando la esperanza de que se produzca su integración y esperando, ahora, una pacífica sociedad multicultural o una alianza de civilizaciones.
 
Todo lo cual, dicho sea de paso, no es más que verborrea carente de sentido.
 
Porque la cultura es el conjunto históricamente recibido de creencias religiosas y de concepciones del mundo, de principios morales y de costumbres que son compartidos por una comunidad y le confieren su cohesión y unidad, de manera que la cultura sólo puede ser una en cada sociedad.
 
Pero, volviendo a nuestros políticos, es de prever que, dado el crecimiento exponencial del número de mahometanos, pronto les veamos decir que todo va bien porque, sin duda, las autoridades islámicas van a ser tolerantes con nosotros los infieles, y acabarán cantando las ventajas de pronunciar la chahada para integrarnos en la Umma, o sociedad islámica de creyentes.
 
Es más, la ideología liberal que ha venido a identificarse con Occidente, no sólo carece de argumentos para oponerse al islam, entendido como religión, sino que su coherencia interna le obliga a admitir la posibilidad de que la Sharia se convierta democráticamente en el substituto de los actuales sistemas constitucionales, de manera análoga a como el nazismo adquirió el poder por cauces electorales.
 
No otra cosa pretende veladamente el nuevo partido islámico español, el PRUNE, que, según su propio líder, se propone potenciar y desarrollar principios como los de la justicia, igualdad, solidaridad y libertad «desde la consideración del Islam como fuente de dichos principios», pues esa religión debe ser el «factor determinante para la regeneración moral y ética de la sociedad española».
 
Esta ineptitud que tiene el Occidente liberal para poner freno al maligno tumor mahometano patentiza que es fruto de una elucubración filosófica simplista e imperfecta que, con la pretensión de superar los conflictos religiosos de antaño, sólo sirve en la actualidad para debilitar y vaciar la civilización cristiana, que es la única que puede oponerse fundadamente al peligro mahometano.
 
Es necesaria una reconsideración que supere ideológica y jurídicamente la visión individualista de la libertad religiosa y tome en cuenta las identidades colectivas que, en Europa, vienen modeladas por la fe cristiana y sus encarnaciones culturales que en España están inspiradas por la Iglesia Católica.
 
Ejemplo de cómo desde ellas se puede plantar cara a la inmigración musulmana nos lo ha proporcionado recientemente John Howard, primer ministro de Australia, que recientemente ha declarado: “La idea de que Australia es una comunidad multicultural, ha servido sólo para diluir nuestra soberanía y nuestra identidad nacional.
(…) La mayor parte de los australianos creen en Dios (…); es un hecho cierto que hombres y mujeres cristianos fundaron esta nación sobre principios cristianos (…) y es apropiado mostrarlo en las paredes de nuestras escueles.
 
(…)Si la Cruz le ofende o no le gusta, entonces, usted debería considerar seriamente marcharse a otra parte de este planeta (…).
 
Si usted se queja, lloriquea y no acepta nuestra Bandera, nuestras creencias cristianas y nuestro modo de vivir, sinceramente le animo a hacer uso de otra gran libertad australiana: el derecho de marcharse”.
 
Así pues, si no queremos tener por vecinos gentes que tienen prohibido por el Corán tratarnos como amigos.
 
Si no queremos que nuestros hijos vivan bajo la cruel y primitiva ley islámica, que no admite evolución ni interpretaciones atenuantes, porque está contenida en un libro escrito, según las creencias islámicas, por la mano misma de Alá.
 
Si no queremos tener que elegir entre apostatar o convertirnos en súbditos inferiores, sojuzgados y exprimidos por el impuesto que los mahometanos aplican a los infieles.
 
Si no queremos que nuestras mujeres e hijas tengan una situación social humillante.
 
Si no queremos nada de eso.
 
No es el Occidente liberal lo que hay que defender del Islam, sino la civilización cristiana, asentada en las tierras de Europa y más ampliamente de Occidente.
 
Y a tal fin son muchas las providencias políticas que, ya desde ahora, pueden tomarse en España.
 
Dejo a los otros participantes los aspectos religiosos y culturales, y me conformo con proponer cuatro ejes, algunos posibles en el presente, y otros se proyectan principalmente hacia el futuro:
 
1º Aplicar la ley: En muchas ocasiones las debilidades que se observan no derivan sólo, ni principalmente, del ámbito normativo.
 
La legislación que padecemos, sobre cambiante y progresivamente más laxa, sencillamente no se cumple en aspectos que, de hacerlo, permitirían aminorar el impacto negativo de la presencia mahometana en Cataluña y en toda España.
 
Así pues, bien está en pensar en soluciones lege ferenda, que mejoren la legislación, en orden a una defensa más eficaz frente al islam de lo que queda de la civilización cristiana en España.
 
 
Por ejemplo, ampliar hasta 25 años el tiempo de permanencia en España para obtener la nacionalidad.
 
Limitar el “efecto llamada”, etc. Pero no debe olvidarse lo que puede hacerse con las leyes ahora mismo vigentes (lege lata).
 
Verbigracia, exigir de los ayuntamientos que cumplan la obligación de comunicar a la policía cualquier empadronamiento de extranjeros, para que pueda proceder a la expulsión de los inmigrantes ilegales antes de que adquieran la nacionalidad española.
 
Controlar policialmente si los extranjeros empadronados residen efectivamente en los domicilios que declaran.
 
Impedir cualquier manifestación pública de mahometanos que no haya sido autorizada y autorizarlas con cuentagotas.
 
Exigir que, hechas las convenientes excepciones, los actos públicos y la enseñanza en las mezquitas sea normalmente en alguno de los idiomas oficiales, para que la policía pueda controlar si los discursos son contrarios a la ley.
 
2º Limitar la inmigración y, en particular, la mahometana:
 
Es claro que el peligro del islam para Occidente deriva en parte del volumen de la presencia mahometana.
 
Esto es, de lo que se ha llamado inmigración/invasión.
 
Parece, pues, que en lo que respecta a las medidas de futuro (por más que próximo) no se puede no empezar por limitar la presencia numérica de los mahometanos en Cataluña en particular y España en general.
 
En tal sentido, si hay que limitar en general la inmigración, mucho más la de países islámicos, y si se hiciera necesaria, cosa que de manera general rechazo, debe fomentarse la de base hispana y católica, que apenas presenta dificultades de integración más allá de las objetivas que produce cualquier fenómeno masivo y, claro está, también los migratorios.
 
3º Limitar la libertad religiosa, conforme a lo arriba expuesto, y situar en sus justos términos la operatividad de los “derechos humanos”:
 
El islam, que no es propiamente religión, sino política, es completamente ajeno a las identidades colectivas del Occidente real, que es cristiano.
 
Constituye, pues, un error pretender que deben ser tratados con similar tolerancia a las otras confesiones cristianas, de modo que se justifica la prohibición (razonable) de minaretes o velos sin poner en riesgo los crucifijos en las escuelas o el hábito de los religiosos. Igualmente es por completo razonable que las organizaciones mahometanas de cualquier tipo no reciban subvenciones como credos religiosos.
4º.- Ofrecer, en fin, información objetiva de la inmigración mahometana, y de los hechos relacionados con ella, a través de los medios de difusión oficiales, sin atender a las exigencias de lo “políticamente correcto”, ni enmascararla o edulcorarla por razones de una incierta seguridad inmediata que, a la larga, es una inseguridad cierta.


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