domingo, septiembre 18, 2005

[AR] Papeles FAES nº20 - NACIÓN, ESTADO Y CONSTITUCIÓN



ABSURDA REVOLUCIÓN
ABSURDO:
Contrario y opuesto a la razón; que no tiene sentido. (DRAE)

REVOLUCION: Cambio violento en las instituciones políticas, económicas o sociales de una nación.(DRAE)
Ambas definiciones son aplicables a lo acontecido el 11M en Madrid.
Desde entonces trabajamos para conocer la verdad, honrar la sangre derramada, y defender nuestra LIBERTAD.


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Si,  pero ...  "Tenemos un Rey muy republicano ... porque defiende los principios democráticos" ...  ja.

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12/09/2005
Num. 20
 
 
NACIONAL
NACIÓN, ESTADO Y CONSTITUCIÓN

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Esta edición de Papeles FAES recoge las ideas y conclusiones del curso “Nación, Estado y Constitución” del Campus 2005 de la fundación, celebrado entre el 8 y el 10 de julio. En este curso intervinieron Carmen Iglesias, catedrática de Historia de las Ideas Políticas; Alain Lancelot, ex miembro del Consejo Constitucional de Francia; Edurne Uriarte, catedrática de Ciencias Políticas; Ferran Gallego, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona; Manuel Jiménez de Parga, ex presidente del Tribunal Constitucional; Arcadi Espada, periodista; Jon Juaristi, escritor; Roberto Blanco, catedrático de Derecho Constitucional; César Alonso de los Ríos, periodista; Javier Corcuera, catedrático de Derecho Constitucional; Josep Piqué, ex ministro de Asuntos Exteriores; Emilio Lamo de Espinosa, ex director del Real Instituto Elcano y Alejandro Muñoz-Alonso, catedrático de opinión pública y portavoz del Grupo Popular en la Comisión de Defensa del Senado. El curso fue dirigido por Javier Zarzalejos. La edición de esta publicación ha corrido a cargo de Santos Villanueva.

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                                                            AP Photo/ Markus Schreiber

Asistimos con una preocupación cada vez más generalizada a la puesta en cuestión de una serie de conceptos, normas e instituciones que están en la base misma de nuestro modelo de convivencia y que han servido para garantizar la etapa más prolongada y fructífera de libertades y progreso de nuestra historia.

 

Los debates recientemente abiertos por el Gobierno de la Nación en torno a la consideración de España como una Nación, a la necesidad de que siga existiendo un Estado con capacidad y competencias suficientes para garantizar la unidad, igualdad y solidaridad entre los ciudadanos y los distintos territorios, así como la iniciativa de revisar el marco constitucional vigente, no son meras disquisiciones semánticas o nominalistas, como algunos nos quieren hacer ver, sino debates de gran calado que afectan a los pilares de la arquitectura institucional y territorial de nuestro modelo de Estado.

 

Esta preocupación creciente obedece tanto a la magnitud de los debates abiertos como a la indefinición y falta de concreción que hasta ahora viene manteniendo el Gobierno de la Nación sobre estas cuestiones, lo cual está provocando al menos dos tipos de consecuencias. La primera es que esa temeraria iniciativa ha sido aprovechada por los menos comprometidos y leales con el modelo constitucional para ir realizando propuestas tan atrevidas como insolidarias pero que vienen marcando el debate político diario. Y la segunda es que esa falta de definición ha favorecido y alentado la creación de un clima de inestabilidad institucional, que cada vez se va extendiendo más y que no contribuye en nada a mejorar la calidad de vida y el bienestar de los ciudadanos.

 

Ante esta situación, y teniendo en cuenta el horizonte de reformas e iniciativas que se encuentran planteadas o en trámite y que pronto irán tomando forma, resulta especialmente oportuno que reflexionemos sobre la idea de España, de Estado y de Constitución y que lo hagamos desde distintas perspectivas, despejando equívocos interesados y aportando ideas a la sociedad.

 

La Nación en el contexto actual

Si queremos llevar a cabo un conjunto de reflexiones sobre la Nación, el Estado y la Constitución en el contexto actual, nuestro punto de partida no puede ser otro que acudir al modelo o arquetipo de lo que representa la Nación en el ámbito de la teoría política y que supone la integración de esos tres conceptos. Estamos hablando del modelo republicano, en definitiva, del modelo francés.

 

Según Alain Lancelot, ex miembro del Consejo Constitucional de Francia, la nueva nación francesa, como modelo centralizado y unitario de corte republicano, sienta sus bases doctrinales en el siglo XVIII gracias a los protagonistas de la revolución de 1789, que transforman lo que era una utopía en realidad. De esta manera la utopía de la unidad nacional se convierte en la existencia de un Estado concebido como “un gran todo”, en el que el individuo se define únicamente por su pertenencia a la misma nación y accede, según Rousseau, al estado supremo de humanidad a través de la ciudadanía que le obliga a anteponer el interés general a sus intereses particulares. Este absolutismo de la voluntad general impide que ese gran todo se divida. Según Sieyès, “Francia no debe ser bajo ningún concepto un conjunto de pequeñas naciones…, no es un conjunto de Estados; es un todo único…”. Además, se entendía que la piedra angular de la nueva nación francesa es la Ley como expresión universal de la voluntad general, de forma que el sometimiento del individuo y de sus derechos al imperio o primacía de la ley explica la debilidad y el papel secundario de la Constitución en la construcción del modelo, a diferencia de otros países. Será el Estado centralizador el que tenga un protagonismo excepcional –desde el siglo XIX hasta nuestros días– en la integración de los ciudadanos en la República, procurando su participación activa a través del sufragio universal y garantizando su igualdad de acceso a bienes de primera necesidad, a través de un sector público muy desarrollado.

 

No obstante, estas bases doctrinales han sufrido una reciente evolución que las ha acercado a los modelos que dominan las democracias desarrolladas actuales. En este sentido, frente a la inestabilidad de los gobiernos de la IV República se optó por instaurar una “democracia gobernante”, reforzando el derecho del pueblo a decidir sobre su presidente y Asamblea Nacional. Igualmente se introdujo en 1958 un verdadero control constitucional de las leyes a través del Consejo Constitucional, que también velará por las libertades y los derechos fundamentales.

 

Siguiendo a Alain Lancelot, el modelo centralizado francés se ha visto involucrado en un doble proceso que, aun manteniendo vigentes sus elementos esenciales, ha venido a condicionar lo que era su configuración clásica. Por un lado, un proceso de legitimación de la descentralización como instrumento de gestión en el ámbito público, si bien respetando en todo caso la unidad nacional, y por otro, la cesión de soberanía a entidades supranacionales, fundamentalmente europeas (si bien el reciente “No” al Tratado por el que se establece una Constitución para Europa evidencia un cierto regreso de la ideología jacobina).

 

Pero este doble proceso no es algo exclusivo del modelo republicano francés. Podemos constatar que los modelos tradicionales de Nación se encuentran sometidos en la actualidad a un contexto de cambios y condicionantes, derivados tanto de la dinámica globalizadora en la que se hallan inmersos como de las necesidades de su propia estructura interna. Y en esto España no es una excepción.

 

Si nos centramos en el primer aspecto, esto es, en el fenómeno de la globalización, según el catedrático de Sociología, Emilio Lamo de Espinosa, hay que partir del hecho de que si bien los Estados siguen siendo hoy los principales actores del escenario internacional, lo cierto es que se viene produciendo una progresiva pérdida o atribución de soberanía nacional a favor de otros ámbitos supranacionales que han ido surgiendo. Del mismo modo, tal y como apunta el ex ministro de Asuntos Exteriores, Josep Piqué, el fenómeno de la globalización ha dado origen a una política exterior múltiple con un número más amplio de actores e intereses, superando el tradicional binomio entre diplomacia y fuerza.

 

“La política exterior es el reflejo de la fortaleza nacional de un país, por lo que no son buenos tiempos para la proyección exterior de España. Si asistimos a un proceso de debilitamiento de la idea nacional en el ámbito interno de un Estado es difícil pensar que ello no va a tener su traslación al ámbito de las relaciones internacionales o su plasmación en la política exterior que desarrolle, más bien al contrario. La debilidad de un Gobierno se transmite también a la diplomacia”

 

Sin embargo, ello no significa, como señala el senador Alejandro Muñoz-Alonso, que haya desaparecido el interés nacional como principio rector de la política exterior de los Estados. Desde la Paz de Westfalia el interés nacional –definido de una u otra manera– ha sido el criterio directivo de la actuación internacional de los Estados, sustituyendo a la idea medieval del bien común de la Cristiandad que, durante siglos, había sido el principio regulador de las relaciones entre reyes. En un primer momento el concepto de interés nacional se encarnó en la idea de razón de Estado, pero enseguida se vincula con la balance of power que reemplazó a la nostalgia de la monarquía universal. La formulación prototípica del concepto de interés nacional la acuñó Palmerston a mediados del siglo XIX: “Inglaterra no tiene aliados eternos ni enemigos permanentes. Sólo son eternos nuestros intereses y nuestro deber de defenderlos”. Los intereses territoriales o económicos fueron durante siglos el contenido principal de las relaciones y de las rivalidades entre los Estados pero, evidentemente, la política exterior se ha ido cargando de nuevos contenidos (la seguridad, la estabilidad y la paz, los derechos humanos, la democracia… etc.) y en su determinación ha ido pesando cada vez más la opinión pública. Pero nada de eso puede afectar al deber de todo Gobierno de defender prioritariamente los intereses nacionales cuya definición y determinación es un supremo ejercicio de soberanía. De ahí que tampoco se pueda supeditar ese interés nacional a una supuesta y evanescente legalidad internacional, fruto no de un auténtico proceso legislativo (como el que se da en el seno de los Estados de Derecho) sino de complejas negociaciones diplomáticas, a impulsos de las mayorías cambiantes en el seno de las organizaciones internacionales, por no hablar del peso determinante de las grandes potencias. Tampoco se puede plegar un Gobierno a los movimientos versátiles de la opinión pública –no sólo poco conocedora de las cuestiones internacionales sino, muy a menudo, instrumentada al servicio de intereses partidistas– olvidando que el mejor anclaje de la política exterior es una adecuada definición del interés nacional.

 

En palabras de Josep Piqué, la política exterior es el reflejo de la fortaleza nacional de un país, por lo que no son buenos tiempos para la proyección exterior de España. Si asistimos a un proceso de debilitamiento de la idea nacional en el ámbito interno de un Estado es difícil pensar que ello no va a tener su traslación al ámbito de las relaciones internacionales o su plasmación en la política exterior que desarrolle, más bien al contrario. La debilidad de un Gobierno se transmite también a la diplomacia.

 

Como demuestra la historia, la diplomacia española ha sido especialmente eficaz cuando sus fuerzas políticas han pactado por consenso los grandes asuntos de Estado. Ahora, sin embargo, este consenso no sólo brilla por su ausencia, sino que alguna de las fuerzas que sostienen al Gobierno cuestiona incluso la propia idea nacional de España. Ello hace que no estemos en las mejores condiciones para afrontar el escenario de toma de decisiones planteado en la Unión Europea, tal y como se ha demostrado en el último Consejo Europeo, ni para hacer frente a las amenazas actuales que, como el terrorismo islámico, obligan a redefinir nuestra política exterior y de defensa y a mantener la unidad con nuestros aliados atlánticos en lugar de proclamar y defender etéreas alianzas de civilizaciones.

 

Aún así, en este nuevo contexto internacional, caracterizado por la existencia de múltiples actores, agentes y por la aparición de nuevos fenómenos y amenazas, es en el que la Nación española ha de saber desenvolverse de la manera más favorable a lo que debe seguir siendo la defensa de nuestros intereses nacionales.

 

Ahora bien, además de todos estos cambios procedentes de la globalización, las naciones también deben afrontar aquellos condicionantes que derivan de las necesidades de su propia estructura interna, que en el caso de España atienden a la circunstancia de ser una Nación plural. A esta cuestión es a la que dedicaremos las siguientes reflexiones.

España como Nación

La primera afirmación que resulta preciso realizar es que España es una Nación. En este sentido, nada como el conocimiento de nuestra historia nos permite identificar el surgimiento de España como Nación y acabar con aquellos tópicos que pretenden desvirtuar dicha realidad en beneficio de intereses puramente partidistas.

 

Así, desde una perspectiva histórica, conviene recordar tal y como señala la académica y catedrática de Historia de las Ideas Políticas, Carmen Iglesias, que la idea de España y de la patria no es una invención actual sino que es más antigua de lo que parece. Basta con acudir al diccionario de autoridades del siglo XVIII para encontrar ya allí el significado de términos y acepciones –hoy puestas en duda– que han perdurado a lo largo del tiempo, como es el caso de “nación”, “nacionalidad”, “carácter nacional” o “patria”, e incluso de otros que han caído en desuso, como es el caso de “nacionista”, término que identificaba a los contrarios a la Nación.

 

Ello nos permite afirmar que en el siglo XVIII el término nación se identifica inequívocamente con España y que es en este siglo, sin olvidar lo que supuso la unión dinástica de los Reyes Católicos y los debates de los siglos XVI y XVII, cuando verdaderamente se construye el concepto racional de Estado-Nación y cuando al amparo del reformismo ilustrado de influencia francesa, aparece una idea nacional o de patria que configura a España como una Nación, la Nación española.

 

Siguiendo a Carmen Iglesias, resulta igualmente oportuno aclarar los equívocos que provocan algunos de los tópicos que se vienen repitiendo en la actualidad con la única intención de tratar de desvirtuar y quebrar el proceso de formación de España como Nación. Baste señalar el caso de la guerra de sucesión que, lejos de ser la primera guerra civil tal y como algunos afirman, en realidad se trató de una guerra dinástica por la hegemonía europea; o los Decretos de Nueva Planta que, aunque obedecían a un proceso de tendencia homogeneizadora y racionalizadora en todo el territorio, en contra de lo que en ocasiones se sostiene, no supusieron sin embargo la derogación del fuero vasco y navarro, que se siguieron manteniendo.

 

En definitiva, no debemos caer en el intento de algunos de realizar interpretaciones interesadas de nuestra Historia ni de vaciar de significado conceptos que son esenciales, lo cual nos conduce al mismo tiempo a reivindicar un mayor conocimiento de la Historia y a aceptarla tal y como es.

 

La Nación española consagrada en la Constitución de 1978

 

Si la primera afirmación de la que partíamos era que España es una Nación, la segunda que debemos realizar es que la Nación española encuentra su reconocimiento actual en la Constitución de 1978, fruto del consenso alcanzado por el conjunto de los españoles. La Nación española es el resultado de siglos de convivencia, con sus luces y sus sombras, y de un proyecto nacional que encuentra su expresión actual en la Constitución de 1978. De esta manera se cerró una querella histórica y se alumbró un pacto por las libertades y la convivencia territorial. Es el catedrático de Derecho Constitucional, Roberto Blanco, el que advierte que desde ese pacto España ha cambiado profundamente y se ha convertido en uno de los países más descentralizados del mundo. Se puede discutir el grado de descentralización alcanzado, como así sucede en otros países, pero ello no debe implicar que se discuta constantemente el modelo de España como Nación.

 

En este sentido, constituye una necesidad poner de relieve un aspecto esencial que no debemos olvidar, pero que sin embargo parece haber sido silenciado o relegado a ocupar un papel secundario. Nos estamos refiriendo a la relevancia y significado que tiene la Nación en la vigente Constitución española de 1978.

 

Siguiendo al catedrático de Derecho Constitucional y ex presidente del Tribunal Constitucional, Manuel Jiménez de Parga, es verdad que si adoptamos una perspectiva literaria, propagandística o meramente analítica de la historia del pensamiento, la Nación admite interpretaciones o acepciones plurales. Sin embargo, los conceptos no pueden ser separados de su contexto ni de la realidad a la que pertenecen. Así, en el contexto constitucional que forjamos todos los españoles y en la realidad jurídico-política que representa el Estado de las autonomías, la Nación tiene un significado muy preciso que no cabe constitucionalmente desvirtuar. La Nación es la titular de la soberanía y del poder constituyente, al igual que la patria común e indivisible de todos los españoles. Por ello no resulta lícito sostener, como algunos lo hacen, que en el actual ordenamiento español es posible aplicar ese concepto a realidades territoriales surgidas de la decisión soberana de todo un pueblo sobre la base de un inexistente carácter plurinacional de España. La soberanía, tal y como ha señalado repetidas veces el Tribunal Constitucional, no equivale a autonomía, por lo que las Comunidades Autónomas no son soberanas ni se puede pretender que los Estatutos de Autonomía sean auténticas Constituciones.

 

Esta es la primera idea clara que deberían tener aquellos a los que, desde su responsabilidad actual de gobierno, les corresponde el deber de defender y garantizar la unidad, igualdad y solidaridad en el conjunto de España. Sin embargo no parece que sea la claridad de ideas, de programa ni la fortaleza para afrontar los problemas que se plantean, las características que adornan la actividad del actual Gobierno de esta Nación que sigue siendo España.

 

Los ataques a la Nación española: el “pueblo vasco” y la “nación catalana”

 

Teniendo presentes estas consideraciones, lo cierto es que una de las características esenciales de los movimientos nacionalistas, por su propia razón de ser, es tratar de reinventar nuestra historia y vaciar o alterar el significado de determinados conceptos que encuentran su arraigo hace ya varios siglos. Y ello lo han venido haciendo movidos por el propósito de negar o cuestionar la existencia de España como Estado-Nación en la medida en que, con esa negación, les resulta posible afirmar y construir su pretendida identidad histórica nacional.

 

Así, desde posiciones nacionalistas se mantiene vivo un debate conceptual e identitario con distinto origen y fundamento, del que ya muchos se están dando cuenta de su falta de sentido y de sus consecuencias gravosas para el conjunto de la sociedad, y sin embargo otros tratan de reavivarlo constantemente.

 

Si nos referimos al nacionalismo vasco, su referente histórico tal y como señala el escritor Jon Juaristi, ha sido el “pueblo vasco” como comunidad “eterna” que configura una etnia, una raza y posee sus propios fueros, en lugar de la “nación vasca” cuyos derechos no serían eternos sino pasajeros. Así lo defendía Sabino Arana, un patriota “equivocado” que abogaba por “Dios y la vieja ley” y que, como muchos otros nacionalistas, era hijo de un patriota español. No será hasta 1910 cuando, en oposición a la alianza alcanzada por la dirección del partido con los carlistas, el sector juvenil del PNV comience a hablar de “nación vasca”, hasta que en los años 60 también sea asumido por ETA como elemento de su ideario terrorista.

 

No obstante, la preferencia por el concepto de “pueblo vasco”no ha dejado de existir y ha llegado hasta el último episodio de la estrategia soberanista de los nacionalistas vascos como es el Plan Ibarreche. Una iniciativa que se venía venir desde hace tiempo y que, bajo el manto de un pretendido derecho a decidir sobre su propio futuro, en realidad supone la quiebra de la convivencia y el progreso de ese “pueblo vasco”, al igual que acaba con cualquier residuo foral que pudiera existir.

 

Sin embargo en el caso del nacionalismo catalán, según el periodista Arcadi Espada, no se puede distinguir entre nación y pueblo. La “nación catalana” de la que hablan encuentra su fundamento en unos cuantos apuntes históricos, geográficos y en una lengua propia, siendo así la “nación de los nacionalistas”. En este sentido el nacionalismo catalán, según el profesor de Historia Contemporánea, Ferran Gallego, nació de la mano de Prat de la Riba y Francesc Cambó como un proyecto ambicioso orientado a la construcción de una nación y a su lenta y progresiva uniformización.

 

Según Arcadi Espada, para los intelectuales nacionalistas no es relevante el que Cataluña recibiera más de tres millones de habitantes que importaban una lengua y una cultura tan valiosa o más que la que encontraban allí, al menos en términos de intercambio. Para ellos lo importante es defender el reconocimiento de Cataluña como una Nación a pesar de ser en su inmensa mayoría hijos de vencedores de la guerra civil, aspecto éste que siempre han tratado de esconder, incluso afirmando, para procurarse un pasado limpio, que la guerra civil fue también la guerra entre España y Cataluña.

 

Son estos intelectuales y los políticos nacionalistas los que vienen haciendo uso del término nación como arma de intimidación y los que, siguiendo a Ferran Gallego, vienen aprovechando todos los recursos y medios que les proporciona el marco constitucional de 1978 para llevar a cabo una lluvia fina de elementos emocionales y simbólicos a favor de la nación catalana y en contra de la idea de España y los poderes centrales.

 

Son igualmente los que han encontrado actualmente un apoyo en la izquierda gobernante a su idea de entender al nacionalismo como obligatorio para hacer política en Cataluña.

 

Mientras tanto, según Arcadi Espada, parecen desconocer la realidad social a la que se refieren, ya que encuestas recientes vienen demostrando que tan sólo entre el 25 y el 30 por ciento de los catalanes considera a Cataluña como una Nación.

 

A pesar de ello, el proceso histórico del proyecto nacionalista catalán ha dado origen, en palabras de Ferran Gallego, a tres circunstancias de verdadera “emergencia cultural” que deben ser señaladas para hacer más comprensible lo que está sucediendo, pues no hay que olvidar que señalar el peligro constituye siempre una obligación.

 

La primera de ellas se refiere al papel que ha jugado el nacionalismo en la conversión de Cataluña en un laboratorio en el que se ha experimentado la manera de conseguir una sociedad homogénea y cerrada que condena al exilio a aquellas actitudes que no comulgan con ella. De esta manera, el nacionalismo catalán no se presenta como una opción entre otras sino como la única opción posible, la única forma auténtica de ser catalán. Es, además, expresión de la voluntad general por lo que es la única manera posible de ser demócrata en Cataluña. En definitiva, se ha convertido en una creencia, en una ideología totalizadora, en una forma de ser que no se discute y que no ha encontrado resistencia ni en las élites políticas, ni en las intelectuales ni en la sociedad civil, imbuidas por una suerte de síndrome de Estocolmo. Ello nos conduce a la paradoja de que hoy no haya una Cataluña plural como parte de esa España plural que se reclama, ni tampoco alternancia política sino un mero relevo en el ejercicio del proyecto nacionalista.

 

La segunda de ellas alude a la perversión que lleva a cabo el nacionalismo de las relaciones entre Cataluña y el resto de España, considerando a lo que denominan “Estado español” como un proyecto artificial de carácter residual al que los pueblos se ven forzados a formar parte de él. Unos pueblos que tampoco estarían a salvo del peligro que supone el efecto imitación que tiene el nacionalismo.

 

Y la tercera circunstancia, en opinión de Ferran Gallego, entronca con la situación política actual, ya que el nacionalismo ha supuesto la quiebra del modelo de gobernabilidad entre los partidos nacionales mayoritarios, sirviendo a los fines de una izquierda que considera que el triunfo del año 2004 no es una alternancia normalizada sino la restauración de la democracia, lo que al mismo tiempo pone freno a la alternancia del centro-derecha en España.

 

¿España va a seguir siendo un Estado?

 

La Constitución, atendiendo a la realidad histórica de la Nación española, diseñó como instrumento político de la misma un Estado descentralizado que, a pesar de los constantes ataques de los movimientos nacionalistas, ha llegado hasta nuestros días. Sin embargo, en la actualidad, según la catedrática de Ciencias Políticas, Edurne Uriarte, a la hora de enfrentarnos a la realidad de España como una Nación convertida en Estado, la pregunta que nos debemos plantear es si España va a seguir siendo un Estado, sobre todo a la vista del nuevo contexto político e institucional en el que nos desenvolvemos. Un contexto marcado por la llegada al poder del PSOE que ha supuesto igualmente una vuelta a la “crisis permanente de la Nación española” de la que parecía que estábamos saliendo, así como el inicio de un grave proceso de debilitamiento del Estado.

 

Si bien encontramos factores históricos que explicarían esa crisis permanente, tales como la asociación entre patriotismo español o Nación española y franquismo, entre la izquierda y los nacionalismos étnicos en su beligerancia hacia lo español, o la crítica de las élites intelectuales a los nacionalismos, actualmente contamos con el agravante de tener una izquierda subordinada a los nacionalismos y de estar asistiendo a una involución que nos lleva hacia una etapa que entendíamos ya superada, como es la Transición.

 

“El proceso de debilitamiento del Estado ya se ha puesto en marcha y no parece que vaya a tener efectos positivos para el presente ni para el futuro de España”

 

También el periodista y escritor César Alonso de los Ríos coincide en señalar que el Gobierno socialista parece haber iniciado una segunda transición, un segundo asalto al Estado, con la apertura de unos debates y un proceso de reformas con el objetivo de luchar por el poder a cualquier precio y satisfacer a los partidos nacionalistas, y todo ello sin tener claros los límites que no se pueden traspasar (la oferta de negociación con ETA es un claro ejemplo de ello).

 

Según Edurne Uriarte, esta es la manera de gobernar de un Presidente que representa la izquierda menos renovada y anclada en el franquismo, y cuya estrategia de enfrentamiento con el Partido Popular le sirve para pactar con los nacionalismos, en aras de una aparente gobernabilidad estatal o autonómica. A todo ello tenemos que unir además el efecto perverso desarrollado por el Estado autonómico de identificar la reivindicación de más autonomía con recibir más beneficios para la región, cuando no siempre es así. No en vano desde algunas posiciones, como la defendida por el catedrático Jiménez de Parga, se está planteando ya la posibilidad de que el Estado recupere alguna de las competencias cedidas.

 

No obstante, para intentar poner freno a este problema algunos como el catedrático de Derecho Constitucional, Javier Corcuera, apuntan que la solución debería abordarse desde el acuerdo político entre los dos partidos nacionales mayoritarios, Partido Popular y PSOE, definiendo cuál es el marco y las líneas básicas del Estado que queremos. Para otros como Edurne Uriarte, sería necesario el ejercicio de un liderazgo sobre la Nación española que contribuya a fortalecer los elementos que justifican la necesidad de que España siga siendo un Estado y que el mismo cuente con el respaldo ciudadano suficiente.

 

En definitiva, el proceso de debilitamiento del Estado ya se ha puesto en marcha y no parece que vaya a tener efectos positivos para el presente ni para el futuro de España.

 
 
 

FAES Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales no se identifica necesariamente con las opiniones expresadas en los textos que publica.











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