Un Gobierno muerto en vida o con la Parca en la puerta tiene muchos inconvenientes. El primero es que hiede: su función residual o deporte vitando es el "Sálvese quien pueda" y ese espectáculo nunca resulta agradable de ver, oír, tocar, oler y paladear. Lo peor de la condición humana se manifiesta en forma de ingratitudes y de homenaje a las célebres ratas que son las primeras en abandonar el barco, aunque, por la cantidad de veces que las vemos hacerlo, diríase que nunca dejan de empezar a huir porque jamás las vemos concluir su hazaña. Pero el inconveniente más grave de un Gobierno sin enterrar es que, por muy necesario que sea tomar decisiones importantes, nunca suele tomarlas; porque no puede, porque no sabe o porque no le dejan. El primer síntoma de la muerte política es la catatonia.
El espectáculo de las bibianas y los ibarras agenciándose un futuro mollar a costa del Presupuesto no puede sorprendernos. Por lo que ya sabíamos y por lo que vamos sabiendo en materia de déficit oculto –corrupción al por mayor con el agravante de ocultamiento, alevosía y nocturnidad–, la época de Zapatero es la más corrupta de la historia moderna de España. Sólo la corrupción de las instituciones políticas supera la criminalidad civil de robar a los ciudadanos cuando no pueden defenderse, es decir, cuando han pagado impuestos y el dinero público está en manos de parlamentos y ayuntamientos, creados para el control pero fosas comunes del descontrol. En el zapaterismo se ha robado tanto que ni siquiera sabemos todo el dinero que falta, aunque será más que el anunciado y el barruntado. ¿Cabe mayor corrupción?
Cabe, cuando un país está en quiebra y sus acreedores le perdonan temporalmente lo que debe a cambio de poner orden en sus ingresos y gastos, de sanear su Hacienda. Esa es la situación de España desde mayo de 2010 y, pese a todas las promesas de este Gobierno, ni una sola de las reformas anunciadas se ha llevado hasta el final. Algunas, ni siquiera han empezado. Y acaso la más importante, la del mercado laboral, ha sido precautoriamente suspendida poniendo a un sindicalista a cuidar de los desmanes del sindicalismo oficial. Ahorraré la referencia a la zorra y las gallinas. Mucho y muy malo es lo que ha hecho Zapatero pero muchísimo peor es lo que no ha hecho, lo que, tras perder año y medio, deja sin hacer.
Sin embargo, un Gobierno tan hediondo, tan desacreditado, tan impotente, tan de risa como el de ZP tiene una ventaja: genera y generaliza la ilusión de que, con su desaparición física, empezarán a arreglarse las cosas. Y esa es, en mi opinión, la última herencia ruinosa del zapaterismo: creer que tras él todo tiene remedio; que bastará cambiar de Gobierno para que esto que antiguamente llamábamos España cambie a mejor. Ahora es cuando empieza la cuesta arriba. Y ya veremos si la situación puede mejorar y si dejan que mejore los que la han dejado inerte, los que han muerto matando, los enterradores de la nación.
Yo no espero milagros de Rajoy, porque en política rara vez los hay y en política económica no los hay nunca. Pero lo primero con que tendrá que lidiar el líder del PP es que empiecen a exigirle acciones de Gobierno antes de ganar las elecciones. Los cuatro meses que faltan para las urnas se harán eternos, y como nadie va a pedirle cuentas al muerto, o sea, a Zapatero, se las pedirán al vivo, o sea, a Mariano. Psicológicamente –y también desde el punto de vista electoral– será un proceso de desgaste brutal. Eso, antes de empezar siquiera a gobernar.
Va a ser tan largo, tan aburrido, tan desesperante este tiempo bobo de la espera electoral que fatalmente irá menguando esa esperanza irracional, pero real, difusa pero poderosa que todo cambio trae consigo. Zapatero se va, pero dejándonos un último regalo envenenado: perder la ilusión en lo nuevo, en lo que ha de venir, en lo que debería pasar. Por robar, han robado hasta la esperanza modesta, razonable, limitada, de que España mejore. Y no es fácil que podamos recuperarla.
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